Parashat Sheminí – El fuego que consume o el fuego que transforma
- Luis Alfredo De la Rosa
- hace 3 días
- 7 Min. de lectura
Vayikrah/Levítico 9:1–11:47
A veces, los días transcurren sin que logremos identificar con claridad lo que realmente está ocurriendo. Las cosas pasan, pero no entendemos del todo ni el por qué ni el para qué. Sin embargo, cuando uno tiene el mérito de tener un maestro espiritual —un Rav que más que enseñar, prepara— comenzamos a darnos cuenta de que la vida no es una secuencia aleatoria de eventos, sino un entramado divino de preparación.
Preparación ¿para qué? Esa es una pregunta que sólo puede responderse desde el corazón. Para algunos, es prepararse para reconocer el camino hacia su unificación con La Luz. Para otros, es fortalecerse en ese trayecto, superar obstáculos, refinarse, elevarse. Pero casi todos, en la rutina diaria, olvidamos detenernos a mirar con profundidad, a recordar que todo en la Torá tiene múltiples niveles, capas de luz que nos conectan con los mundos superiores.
Hoy tras una lectura sobre el Zohar —a veces compleja y difícil de digerir para mi aún incipiente entendimiento— sentí de forma clara que todo en esta parashá está conectado con los secretos de la creación, y que sin esa visión más profunda, la lectura se vuelve apenas una bonita historia del desierto. Pero cuando nos entrenamos, como nuestro Rav intenta que hagamos, empezamos a ver el agua viva que fluye bajo cada letra, cada relato.
El octavo día: más allá del tiempo

La parashá nos lleva al octavo día de la consagración del Mishkán, en el cual el fuego divino descendió del cielo para consumir las ofrendas. Ese día fue Rosh Jodesh Nisán (la luna nueva del mes de nisan), el mismo día en que, según nuestros sabios, el mundo fue creado en pensamiento y en el que HaShem anunció la redención de los Hijos de Yisrael de Mitzrayim. No es casualidad. Nada en la Torá lo es.
Nuestros sabios jasídicos enseñan que el número siete representa el ciclo natural (los días de la semana, las emociones básicas), pero el ocho representa lo que está más allá de la naturaleza: la dimensión de lo milagroso, del alma, del mundo venidero. Sheminí, el octavo, es un momento de revelación trascendental.
El Sfat Emet explica que en el octavo día, se hizo tangible el deseo divino de hacer de este mundo Su morada (Dirá Betajtonim). Y el Zóhar HaKadosh enseña que ese fuego que descendió no era solo físico: era la manifestación de la Shejiná retornando al mundo físico, revelando una luz que había estado oculta desde el pecado de Adam.
Vaiaronu – El estremecimiento del alma
La Torá dice: “Y todo el pueblo lo vio, vaiaronu, y cantaron y cayeron sobre sus rostros”. Esta palabra, vaiaronu, aparece una sola vez en todo el TaNa”J. Según el Ari z”l, este instante fue tan elevado, que los Hijos de Yisrael experimentaron una visión profética colectiva, como si sus almas se hubieran desprendido por un momento del cuerpo y contemplaran la Luz sin filtros.
Los sabios enseñan que este asombro, este estremecimiento, solo es posible cuando uno se anula totalmente ante la Luz, cuando dejamos de creer que somos el centro y recordamos que somos apenas una vasija portadora de un alma divina. La experiencia de “vaiaronu” es la experiencia del alma reconociendo su origen. No es miedo. Es reverencia. Es conciencia.
La bendición de los Cohanim y las Diez Coronas

Este mismo día, por primera vez, los Cohanim bendijeron al pueblo con la Birkat HaKohanim. Nuestros sabios conectan esto con el flujo de luz de Jesed (bondad) que comenzó a emanar desde el Mishkán hacia todo el pueblo. Según el Midrash y los escritos del Baal HaSulam, este día recibió diez “coronas” —diez comienzos sagrados— reflejo directo de las Diez Sefirot.
Cada acto, cada bendición, cada fuego que subía al cielo y bajaba del cielo, era una expresión de los mundos superiores conectándose con el inferior. El Mishkán se convirtió en un eje de unificación entre lo visible y lo invisible.
La muerte de Nadav y Avihú: ¿Castigo o elevación?

Pero entonces ocurre algo doloroso: Nadav y Avihú, los hijos de Aarón, ofrecen un “fuego extraño” y mueren en ese instante sagrado. Muchos lo leen como castigo. Pero el Rebbe nos propone algo distinto.
Él trae una historia del Talmud: Rav Rava y Rav Ze’eira celebran Purim juntos. Embriagados por el vino, Rav Rava “shejatia” (שחטיה) —mata— a Rav Ze’eira, pero luego lo revive. Al año siguiente lo invita de nuevo y Rav Ze’eira rechaza la invitación: “No todos los días ocurren milagros”. Esta historia parece absurda, hasta que comprendemos el uso de la palabra shejatia, que no es asesinato común, sino shejitá, el sacrificio ritual.
Rav Rava no lo mató. Elevó su alma. En su éxtasis espiritual, las almas se elevaron tanto que la de Rav Ze’eira no quiso regresar. Rav Rava tuvo que traerla de vuelta. Al año siguiente, Rav Ze’eira no quiso arriesgarse a ese nivel de cercanía nuevamente.
¿No es esta la historia de Nadav y Avihú? Ellos también se acercaron demasiado, su alma no quiso volver. No se menciona que estuvieran embriagados, pero el pasuk menciona inmediatamente después leyes sobre el consumo de vino por los Cohanim.
La palabra “Lifné”: el fuego que se adelantó

Aquí el Rebbe nos ofrece una clave esencial: la Torah dice que ellos trajeron un fuego “Lifnei HaShem”—delante de HaShem. Esta palabra, Lifnei, también puede significar “antes de”, es decir, más allá de la presencia de HaShem revelada en el mundo. Fue un deseo que traspasó los límites de este mundo físico. Su fuego no fue un acto de rebeldía, fue un impulso profundo y puro por acercarse más allá de lo permitido, un deseo de dejar atrás el cuerpo y unirse a la Luz sin retorno.
La respuesta de HaShem no fue castigo, sino revelación: “Con Mis cercanos Me santificaré”. Es decir, a través de aquellos que desean acercarse verdaderamente, Yo me revelo. Pero esa cercanía no puede venir a través del rechazo del mundo físico. Ese no es el camino que HaShem desea de nosotros. El deseo de abandonar este mundo para unirse con Él puede ser puro, pero no es lo que HaShem pide. Él quiere que traigamos Su Luz aquí, a través de nuestras acciones.
Y por eso, inmediatamente después, la Torah comienza a instruirnos sobre los animales que podemos o no consumir. ¿Qué relación hay entre un fuego espiritual que consume almas, y las leyes de alimentación?
La respuesta es esta: Hashem nos está enseñando cómo acercarnos verdaderamente a Él. El camino no es escapar del cuerpo ni del mundo. Es elevarlo. Y uno de los primeros pasos para lograrlo es la kashrut.
La Kashrut: el equilibrio entre cuerpo y alma

La kashrut no es una dieta. Es un proceso espiritual de refinamiento. Es el primer paso para subyugar el cuerpo al alma, para purificarnos desde dentro, para limitar las energías densas que ingresan en nosotros, para suavizar la materia que recubre nuestra esencia. Cada animal tiene una energía espiritual. Algunos contienen klipot (cáscaras espirituales) que endurecen el alma, otras ayudan a afinarla. Lo que comemos afecta nuestra capacidad de percibir la Luz.
Cumplir con la kashrut no es solo un acto de obediencia, es un acto de transformación. Es la preparación del cuerpo para que se convierta en un santuario. Solo cuando el cuerpo se purifica, el alma puede comenzar a elevarse sin peligro. Solo entonces podemos acercarnos a la Luz sin que nuestra vasija se rompa.
Nadav y Avihú lo intentaron de una manera que no estaba alineada con la voluntad divina. Su intención era buena, su fuego era puro, pero no fue canalizado por el camino correcto. No bastan las buenas intenciones si no están acompañadas de la kavaná adecuada, es decir, de una dirección consciente hacia la voluntad de HaShem.
La verdadera cercanía a HaShem requiere estructura, pureza y equilibrio. La pasión sin contención puede quemar. La espiritualidad sin forma puede destruir. Por eso, la Torah nos guía paso a paso, desde lo más físico —lo que comemos— hasta lo más elevado —cómo encendemos el fuego de nuestro corazón para el servicio divino.
Conclusión

Quizás lo que más conmueve de toda esta historia no es la muerte de Nadav y Avihú, sino lo que revela sobre el alma humana. Esa chispa que arde en lo más profundo de nosotros, ese anhelo casi indescriptible de regresar a la Fuente, de fundirse con la Luz de HaShem. Todos lo sentimos, en distintos momentos. A veces en la belleza de un atardecer, a veces en una canción que nos toca el alma, a veces en el silencio de la noche cuando todo afuera calla y solo se escucha el eco de lo eterno en nuestro interior.
Pero la Torah nos recuerda que no todo deseo de espiritualidad es saludable. A veces, en nuestro impulso por elevarnos, corremos el riesgo de perder el equilibrio, de desconectarnos del propósito verdadero de estar aquí: revelar a HaShem dentro de la materia, no escapar de ella.
La espiritualidad no consiste en quemarse en un fuego místico, sino en iluminar pacientemente cada rincón de nuestra vida: lo que comemos, cómo hablamos, cómo tratamos a los demás, cómo cuidamos nuestro cuerpo y cómo cuidamos nuestro tiempo. Cada detalle, cada elección, es un canal de Luz. Y eso requiere disciplina, paciencia y humildad.
El alma de Nadav y Avihú quería volar tan alto que olvidó que aún tenía una misión en la Tierra. Su intención era pura, pero el camino elegido no era el que HaShem había trazado. Y eso nos enseña algo muy poderoso: no basta con tener pasión, necesitamos dirección. No basta con el fuego, necesitamos el altar. No basta con el deseo, necesitamos estructura.
Hoy, cada uno de nosotros puede elegir ser un canal para la Presencia Divina. No necesitamos morir para acercarnos a HaShem. Necesitamos vivir de una manera que haga de nuestra existencia una ofrenda. Una vida donde cada acto sea una forma de conexión. Donde incluso el acto más simple —como comer— se convierte en espiritualidad vivida.
Porque el verdadero fuego que HaShem desea no es el que consume, sino el que transforma. Y el verdadero acercamiento no es una salida de este mundo, sino una entrada más profunda en él, con conciencia, con santidad, con amor. De
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